El historiador franco-belga André Castelot
(1911-2004) escribió bastantes libros en los que biografió de buena manera a
personajes muy celebres de la Revolución francesa en
adelante. Sus favoritos, como puede verse en su obra, fueron los miembros de la
familia Bonaparte, empezando por el propio Emperador. Pocos historiadores han
sido tan expertos en la vida de Napoleón como él.
Su adicción por el famoso corso se extendió a
su hijo legítimo, Napoleón II o el Rey de Roma, para los franceses; el duque de
Reichstadt o Franz, para los austriacos; y el Aguilucho para el resto del
mundo. Castelot le escribió una extraordinaria biografía a este desafortunado
joven que no tuvo tiempo de hacer nada. Murió cuando apenas tenía veintiún años.
Resulta un poco extraño que se le dediquen
libros a un personaje no por lo que hizo, sino por lo que se esperaba que
hiciera. El Duque jamás tomó una decisión que pudiera alterar en absoluto el curso de la historia. No gobernó, no fue a batalla alguna, de hecho simplemente soñó, como cualquier joven. Pero aun así le tenían mucho miedo.
Quizás el que más le temía era su propio abuelo, Francisco I, quien también, a pesar de
todo, lo quería.
Pero a casi todos los reyes de Europa la
existencia de ese joven los inquietaba. Era el hijo del león, lo sabía todo el
mundo, y con eso bastaba para que fuera peligroso. Incluso presionaban a su
abuelo para que lo obligara a tomar los hábitos. Sí, querían al hijo de
Napoleón con sotana, así quizás podría llegar a Papa, pero no a mariscal ni a
emperador.
El interés por el que nació príncipe, fue bien
pronto rey y terminó como simple duque surgió por el hecho de que
Napoleón, no el primero ni el tercero sino más bien el único, era su padre. Él
planeó su destino desde mucho antes de que naciera. Le escogió la mejor madre en
el terreno de la aristocracia y al nacer le dio los títulos más ostentosos.
Europa entera, la mayor parte a regañadientes, celebró su venida al mundo.
Fue, a pesar de ser hijo de quien era, un buen
niño. Le gustaba regalar sus juguetes, siendo que los niños comúnmente ni
siquiera los prestan. El exceso de atenciones no lo hizo en extremo un niño
mimado. Otro con la mitad de esas atenciones tal vez se habría sentido un semidiós. A
juzgar por su padre, era sólo un poco perezoso. Pero tomando en cuenta el ritmo
de vida del Emperador cualquier persona en el mundo habría sido perezosa a los ojos de él.
Lamentablemente para el Rey de Roma, su
desgracia le habría de llegar de la mano de su padre, quien no se conformaba
con demostrar su poder constantemente. Llegó el momento en que se le terminaron
sus soldados y entonces lo vencieron. Y el niño dejó de ser rey, y también
príncipe. Ya en el exilio, su abuelo se compadeció de él y lo hizo duque, casi
como sus parientes austriacos, simplemente le quitó el archi.
Pero a cambió de darle un nombre y una educación
propia de un verdadero archiduque, le quitó la libertad. El emperador
Francisco I quería a su nieto, sí, pero el hijo de Napoleón lo atemorizaba, por ello tomaba sus precauciones. De
una u otra forma, todo mundo sentía algo por él. Hasta los reyes querían verlo.
A la mayoría sólo les inspiraba curiosidad. Querían saber si se parecía a su
padre, y todos coincidían en que a pesar de ser rubio como los Habsburgo, sus
ojos, terribles, eran los de Napoleón.
En cuanto se hizo hombre, en todas partes lo
querían como gobernante. En Francia más que en cualquier otro lado. Pero
también allí le odiaban. La situación de su abuelo era difícil. No ignoraba que
su nieto lo apreciaba, de hecho era al único Habsburgo al que respetaba, pero
tampoco ignoraba que deseaba seguir el destino que le había trazado su padre, y
eso significaba problemas para Europa.
No fue, a pesar de todo, necesario encerrarlo u
obligarlo a tomar los hábitos, el Duque les resolvió el problema muriéndose,
sin volver jamás a Francia, donde el ejército se hubiera echado al suelo para besarle los pies. No tuvo tiempo de hacer nada significativo, para muchos incluso murió
casto. Aunque otros aseguraron que fue el padre biológico del que llegaría a
ser emperador y también mártir de México, el
archiduque Maximiliano. Y otros, aún más atrevidos o más soñadores, llegaron a
insinuar que el emperador de Austria, Francisco José I, también era de sangre
Bonaparte por culpa del Duque. Leyendas todas con las que los franceses
quisieron vengarse de los austriacos por haberles robado a su príncipe.
El libro es más fácil de encontrar en español
con el nombre de El Rey de Roma, y
lamento decir que no he hallado una edición reciente. Es una lastima porque se trata de una excelente biografía, pero quien domine el inglés puede adquirirlo con el
mismo titulo, The King of Rome.
Me gusta tu blog, habla de historia
ResponderEliminarQue poco conocemos de la historia
Es muy interesnte, creo que vendré más a menudo
Gracias, por pasar por mi mundo
(perdona, por venir, un poco tarde, no he podido venir antes)¡¡¡¡¡
un beso de brujilla