Desde que desapareció la rama de los Habsburgo
españoles (los Austrias), ya no era tan sencillo que una española llegara a
lucir la corona de emperatriz. Antes la cosa era bien sencilla, los Austrias
enviaban a sus primas de un país a otro para que desposaran a sus… primos y
como en Austria no había reino sino imperio a muchas españolas les tocó corona
imperial.
Con la llegada de los borbones a España la cosa se truncó, aunque no del todo. Hubo otra española que se acomodó la corona
imperial, pero no fue infanta ni princesa y ni siquiera duquesa. Fue una
condesa, de rancia aristocracia, eso sí, pero sin sangre real en las venas. Se llamó
Eugenia de Montijo, era poseedora de una belleza extraordinaria, tenía un amor
por la cultura y los idiomas nada típico en la cultura española y era también
profundamente religiosa.
Eugenia nació en Granada el 5 de mayo de 1826,
el día del aniversario luctuoso de Napoleón I. Fue hija de Cipriano Palafox y
Portocarrero, un español bonapartista devastado físicamente por las guerras. Debido
a su fecha de nacimiento y a la ideología de su padre, fue incluida en su
esmerada educación una fuerte admiración por Napoleón.
Cuando Eugenia se hizo mujer, su madre, María
Manuela Kirkpatrick, se dio a la tarea de buscarle el mejor partido posible. Eugenia
poseía los encantos necesarios para conseguirlo, era hermosa, refinada, culta y
políglota. Podía conseguirse fácilmente a un conde o a un duque de acaudalada
posición, mas nunca imaginó que sus encantos llegarían tan lejos como para
conquistar a un emperador.
Del otro lado de los Pirineos, cuando murió el
duque de Reichstadt, el único hijo legitimo de Napoleón, se pensó que sería
imposible restaurar el imperio napoleónico. Conseguirlo se lo propuso Luis
Napoleón Bonaparte, hijo de Hortensia de Beauharnais, con toda seguridad, y de
Luis Bonaparte, probablemente. Los parientes Bonaparte de Luis Napoleón siempre
lo consideraron un bastardo. Él nunca lo ignoró puesto que se lo decían en su
cara. Pero no por eso dejó de pensar en su sueño: convertirse en emperador, en
el sucesor de su “tío”.
Luis se enfrentó cuantas veces fue necesario al
rey de Francia Luis Felipe I para restaurar el imperio de “su familia”.
Luis Felipe era un rey débil y de mano muy blanda. Y tanto empeño le puso el
Bonaparte a su empresa que logró hacer que el rey fuera derrocado y se viera
obligado a escapar de Francia ya no para salvar el honor pero sí la vida. En Francia
-todos los sabían y el rey más que nadie- a los reyes les cortaban la cabeza.
Después de ser reino, Francia pasó a ser
republica y Luis fue su único presidente, pero sólo el tiempo que necesitaba
para restaurar el imperio, cosa que logró no sin grandes esfuerzos y arriesgando su posición y su vida.
Eugenia y Luis se conocieron y tiempo después decidieron
casarse. Ella era mucho más joven que él, más alta y más refinada, aparte de un
tanto frívola. Luis, digno nieto de la emperatriz Josefina, era la calentura echa hombre. Sus infidelidades
a Eugenia fueron incontables. Pero pese a la diferencias llegaron a un buen
acuerdo. Formaron una pareja de época, tuvieron un hijo, el único que les hacía
falta, trasformaron a Francia y le echaron su influencia encima al mundo. Pero un
día su estrella se apagó. Su único hijo murió. El imperio que habían formado
desapareció. Y de ellos sólo quedó el recuerdo.
Una biografía interesante de esta también
interesante pareja la ha escrito Isabel Margatit. La autora analiza bien las
personalidades de ambos personajes y nos ofrece un libro no muy extenso lleno
de detalles curiosos y no poco interesantes. Napoleón III y Eugenia de Montijo
no son comparables a Napoleón I y María Luisa de Habsburgo, pero sí que tienen
una historia agradable que vale pena ser estudiada.
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