Joseph P. Kennedy (1888-1969) fue
un polémico empresario estadounidense, tan influyente en su época que pudo
colocar a sus hijos en prometedoras carreras políticas; no sólo fue el artífice
detrás del telón de la llegada a la Casa Blanca de su hijo John, sino que creó
el aparato propagandístico que lo catapultó a la fama como una especie de
estrella de Hollywood antes que como un político, lo que a la posteridad legó
una celebridad que lo reconoce como uno de los mejores presidentes de los Estados
Unidos, sin demasiados méritos para sustentar tal cosa.
Sobre Joseph P. Kennedy se ha
escrito mucho, y los biógrafos de sus hijos le han dado fama de hombre frío, de
ser una especie de reptil hambriento de fama que usó a sus descendientes como
espejo de su narcicismo, y que cuando no le daban logros qué presumir, no le servían
paran nada. Muchos señalan que no quería a sus hijos y que únicamente le servían como
proveedores de trofeos.
No obstante, algunos biógrafos sí
se me meten más a fondo en los sentimientos del hombre, un hombre con defectos
y megalómano, pero capaz de dar grandes esfuerzos por amor a los suyos. Kennedy
era el segundo en línea de su dinastía en nacer en Estados Unidos. Su abuelo
llegó con lo puesto desde Irlanda, en la época de la gran hambruna y murió al
poco tiempo.
Su origen llevaba incluido un
defecto de nacimiento: no era un anglo protestante sino un irlandés católico,
suficiente para ser discriminado en Estados Unidos. No obstante, su mente
brillante y su carácter siempre dispuesto al arrojo y a buscar provecho de lo
que fuera, aunque fuera ilegal, antes de llegar a los 30 ya lo habían hecho
poseedor de una nada modesta fortuna. Pero esto no se quedó allí, a la vez que se
reproducía ampliamente, aumentaba sus millones. Amasó una riqueza como pocos en
su país y en su época. Era quizás el único norteamericano que podía hacer un
cheque de diez millones de dólares sin tener que vender nada.
Una vez enriquecido, se fijó una
nueva meta: la presidencia de los Estados Unidos. Comenzó por catapultarse
como embajador en el Reino Unido, pero pronto demostró que como político no era
igual de hábil que como empresario. Aceptó el hecho y declinó la presidencia
por uno de sus hijos, cuya única preferencia radicaba en el orden de
nacimiento. Su primogénito murió en la Segunda Guerra Mundial, así que
inmediatamente pasó sus planes al segundo, John.
Él planeó la campaña de su hijo,
planeó cómo debía vestir y qué debía decir, dónde debía presentarse y dónde
colocar sus millones para que hicieran mejor efecto. Al resto de la familia la
situó en posiciones estratégicas de acuerdo a sus capacidades. A la carismática
y culta Jackie la puso a hablar largo y tendido, al temperamental Robert le
tocó la carga de administrar la campaña, pero como no tenía la certeza de que
con toda esa inversión en recursos de diversa índole bastara, también recurrió
a la mafia para encumbrar a su hijo como presidente. A juicio de muchos, esto
último fue lo que hizo que John ganara.
La historia recuerda en Joseph P.
Kennedy a un hombre frío y calculador que
se valió de todos los medios para conseguir sus ambiciones, pero aunado a eso,
que es naturalmente cierto, también hay un patriarca muy unido a su familia,
que sufrió y lloró como cualquier otro padre la pérdida de sus hijos.
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