Entradas Héroes solitarios

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Reseñas de novelas de héroes solitarios

miércoles, 29 de agosto de 2012

Julio César y su legado imperial


Muchas veces encontramos sucesos y tradiciones de la historia que son, cuando menos, raros y por demás interesantes. Por poner un ejemplo está la tradición imperial que se desprende de Julio César, porque él, aunque lo quiso y lo planeó, nunca fue emperador.
César fue ciudadano de una republica agonizante y se esmeró en exterminarla para erigirse como emperador. El proyecto ya les daba vueltas a muchos romanos por la cabeza, pero César, gracias a sus logros militares, a su astucia y a su capacidad para engañar, era el más apropiado para liquidar la republica y construir sobre sus ruinas un imperio.
Pero sus planes se fueron a la tumba con él. Su probable hijo, Bruto, acabó con su vida con lujo de brutalidad, cuando Roma aún era una republica. Aquí es donde la historia se vuelve extraña, por más que esté bien justificada. Palabras como Káiser, del alemán, Zar, del ruso, Császár, del húngaro, entre muchas otras, se traducen como emperador y se derivan, sí, del nombre de César. Es muy extraño que los títulos imperiales que por siglos dominaron Europa hayan provenido del nombre de un hombre que fue, toda su vida, ciudadano de una republica.
Tan ancestral extrañeza histórica se debe únicamente a las precauciones del sobrino nieto de César, Augusto, el primer emperador de Roma. Él se erigió como el sucesor de su tío, pero como no era su hijo, para legitimizar sus derechos le pegó a su nombre el de César. De ahí en adelante el nombre estuvo adherido siempre al titulo imperial, sustituyéndolo, como puede verse, con el correr de los años y de los siglos, en Roma y fuera de Roma.
Cosa rara, a fin de cuentas, que el titulo con el que muchos monarcas durante varios siglos gobernaron férreamente sus imperios haya venido de un republicano. Pero así es la historia, tan extraña como los hombres que la hacen y los que la escriben.

domingo, 19 de agosto de 2012

Los descendientes de Josefina de Beauharnais


El más grande sueño de Napoleón I, aparte de apoderarse del mundo -que en gran medida logró-, fue tener un hijo a quien heredárselo. Sus errores sumados a una mal cuidada tuberculosis echaron ese sueño suyo a la basura. Su único hijo legitimo, el duque de Reichstadt, murió siendo muy joven, sin lograr nada revelante en el mundo de la política. 
No por eso la descendencia de Napoleón se perdió. Su otro hijo, Alejandro Walewski, se encargó de perpetuar a los descendientes por línea directa del más grande militar de todos los tiempos. Pero de ellos nada se sabe. No han hecho cosas por las cuales puedan ser conocidos. Viven en un casi completo anonimato y ni siquiera se apellidan Bonaparte.
No ocurrió igual con los descendientes de Josefina de Beauharnais, el gran amor de Napoleón. En la tarea de posicionar bien a los hijos demostró más talento que su esposo. Ya que hijos en común no tuvieron -ella ya era estéril, aunque guardaba bien el secreto, cuando se casó con Napoleón-, el Emperador adoptó a los suyos como propios. Casó a Hortensia con su hermano Luis y a Eugenio con una princesa de sangre real, hija nada menos que del rey de Baviera. 
Por el lado de Hortensia, los descendientes de Josefina pudieron llegar muy lejos. Podrían ser hoy monarcas simbólicos de Francia, pero Napoleón III, su nieto, a pesar de que gobernó por muchos años, terminó perdiendo la corona y su único hijo legitimo murió guerreando en África sin dejar descendencia. Allí acabó todo por ese lado. 
Por el lado de Eugenio las cosas fueron más discretas, pero terminaron mejor. Sus hijos con la princesa bávara no perdieron su condición aristocrática con la caída de Napoleón. Uno fue rey consorte de Portugal y otras dos reina una y emperatriz la otra de Suecia y Brasil, respectivamente. Otro príncipe logró ser yerno nada menos que del zar de Rusia. Con semejantes matrimonios los descendientes de Josefina aseguraron puestos importantes por muchos años, o siglos. 
De las monarquías que se mantienen vivas en Europa, los titulares de dos de ellas, Suecia y Noruega, descienden, por vía directa, de Josefina de Beauharnais. Allí no termina la cosa. Maximiliano de Baden, el que fuera canciller de Alemania, el enemigo de Francia por antonomasia, al final de la Primera Guerra Mundial, también era su descendiente. 
No puede uno menos que sorprenderse por el destino de los que descienden de una mujer que tras quedar viuda por culpa de la guillotina en la Revolución Francesa se dedicó a andar de cama en cama para subsistir y que terminó casándose con un generalillo feo que no le gustaba nada. Pero fue él, ese generalillo, el causante de la grandeza que alcanzaron sus descendientes con los años. Napoleón poco pudo hacer por su descendencia, pero hizo mucho por la de la mujer que tanto amó.

miércoles, 8 de agosto de 2012

El derecho divino de los reyes


Actualmente los reyes son meras figuras simbólicas,  políticos de ornato que tienen funciones representativas, tradicionales y demás con la intención de darle solidez a las instituciones, y se sostienen en sus puestos porque un movimiento social no los ha derribado.
En España, por ejemplo, el Rey está donde está porque la crisis no ha llegado todo lo lejos que puede llegar. Si colapsan las instituciones probablemente lo hará primero la menos sólida…, la monarquía.
En el Reino Unido la cosa está un poco mejor. Los ingleses quieren a su Reina. La monarquía, a diferencia del caso español, ha operado por siglos de forma ininterrumpida, es más sólida, puede durar más, a menos que cuando Doña Isabel muera… los ingleses tomen medidas radicales respecto al enorme gasto que supone un gobierno democrático, de por sí caro, pegado a una monarquía.
En fin que hoy los reyes, como figuras anacrónicas y costosas, se sostienen de milagro. Una crisis en su país puede llevarlos muy lejos, a figurar sólo en la historia. Pero no siempre ha sido así, hasta antes de que a los franceses  les diera por decapitar a diestra y siniestra, los reyes decían estar en su puesto por mandato de Dios y eso era una verdad incuestionable.
Un rey podía ser muy idiota, muy cobarde, todo lo pésimo gobernante que quisiera, pero nadie lo podía mover de su puesto. Estaba allí porque Dios así lo había querido. Aunque muchos llegaban al puesto mediante ese procedimiento que actualmente conocemos como golpe de Estado, una vez en él justificaban sus acciones aparejándolas a la voluntad del Altísimo. Su derecho a ser reyes era divino, ¿quién tenía la facultad de cuestionarlo?
Pero vino la revolución en Francia y los reyes, poco a poco, tuvieron que aceptar constituciones, parlamentos, instituciones independientes de la monarquía y demás monstruos tragadinero que actualmente tienen al mundo cerca de desaparecer por hambre.
Muchas monarquías se extinguieron, y si algunas sobrevivieron fue porque sus representantes tuvieron que tragarse su orgullo, aceptar que gobernaban por voluntad del pueblo y meterle enjundia a la demagogia, proceso que nadie que viva del Estado puede ignorar, por perverso e inmoral que pueda ser.