A que nadie se imagina que un varón nacido muy lejos de
España le pudiera reclamar a don Felipe VI sus derechos como rey, desbancarlo,
reducirlo a infante y ser el jefe de Estado. Pues suena inverosímil,
improbable, absurdo, pero un juicio absolutamente imparcial y apegado a la
constitución lo hace posible.
Quienes redactaron la carta magna vigente en la actualidad -tras
enterrar a Franco, porque hasta entonces la única ley era su palabra-,
escribieron que el trono de España sería heredado por los sucesores del rey. Así
nada más, sucesores y punto. Porque si escribían que sucesores legítimos, daban
a entender que el rey podía ser medio golfón y tener una guardería clandestina
llena de borboncitos. Así que para no atentar contra su honorabilidad ni
invitar a la gente a pensar mal, lo dejaron en sucesores y nada más.
Tampoco se les ocurrió poner que el trono fuera heredado por los hijos del
rey dentro de su matrimonio con la reina consorte, porque eso habría la
posibilidad de que se pensara lo mismo, que el rey fuera ojo alegre y que pretendían tapar el agujero o los agujeros que se podían abrir después.
Es decir, la constitución española está redactada suponiendo
que el rey guardará una castidad medieval que sólo romperá con su esposa, una
princesa con clase, elegante y diestra en las artes del protocolo. Nunca se supuso que al rey podía atraerle
irse de fiesta con bailarías exóticas, artistas o hasta prostitutas y hacerles
un hijo. Hijo éste que bien pudo no nacer en España ni hablar español ni
interesarse en política, pero habilitado por la constitución para reclamar
derechos de acuerdo a su orden de nacimiento.
Ni hablar, el rey resultó golfo.