Cualquiera
pensaría que en la época de la monarquías nacer príncipe era lo mejor que le
podía pasar a un niño, porque tal condición le aseguraba una vida desahogada, con
todas las diversiones y placeres, más la posibilidad de poder llegar a rey.
Eso es
bien cierto, pero es sólo la parte dulce del cuento, porque también había
amarga. Los príncipes, como estaban destinados a heredar grandes
responsabilidades y el destino de unos cuantos millones de individuos, eran
sometidos a una educación demasiado especial que algunas veces llegaba a ser
draconiana.
Al nacer
eran puestos al cuidado de una aya, quien se encargaba de ellos durante sus primeros
cinco años. Ésa era su etapa más tranquila, porque después sus
vidas cambiaban radicalmente. Cuando tenían ya la edad de recibir una educación
formal, el aya era sustituida por un preceptos, una especie de tirano que hacía
las veces de general al mando de un ejército de maestros.
El preceptor
sería el compañero inseparable del príncipe hasta que éste se convirtiera en
adulto. Estaría a su lado tarde noche y día, en una labor desgastante que a no
pocos les agriaba el carácter, cosa que no dejaba de acarrear consecuencias en
la formación del pupilo.
Una vez empezado
su período formativo, el príncipe se levantaba, en cualquier estación del año,
muchos antes de que el sol saliera, por ahí de las cinco o seis de la mañana. Estudiaba
buena parte del día con profesores en extremo estrictos y bajo el ojo vigilante
del preceptor, quien no dudaba al aplicar castigos para estimular al alumno si
se mostraba perezoso o desinteresado.
El programa
académico incluía bastantes materias, todas las que se creyeran de utilidad
para formar a un sagaz político y gobernante, además de estratega militar y políglota.
Cuando concluía el período formativo, que era cuando al príncipe le faltaba
poco para llegar a los veinte años, ya era una verdadera enciclopedia y maquina
programada para exhibir un impecable comportamiento.
En la época en que los reyes eran dueños del mundo, los príncipes, y no sólo los que heredarían la corona, comúnmente eran muy cultos, algunos dominaban más de diez idiomas, entre los cuales se incluían el griego y el latín y las lenguas más importantes de Europa. Pero tantos conocimientos no aseguraban que llegaran a ser buenos gobernantes, por el contrario, muchos fueros los que gobernaron haciendo un ejercicio exagerado de la idiotez. Eso prueba que aun cuando los conocimientos son muy importantes, no siempre quitan lo idiota.
En la época en que los reyes eran dueños del mundo, los príncipes, y no sólo los que heredarían la corona, comúnmente eran muy cultos, algunos dominaban más de diez idiomas, entre los cuales se incluían el griego y el latín y las lenguas más importantes de Europa. Pero tantos conocimientos no aseguraban que llegaran a ser buenos gobernantes, por el contrario, muchos fueros los que gobernaron haciendo un ejercicio exagerado de la idiotez. Eso prueba que aun cuando los conocimientos son muy importantes, no siempre quitan lo idiota.
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