En la historia de los imperios franceses, que
fueron dos, hubo dos monarcas auténticos, que sí gobernaron, y otros dos que de
príncipes no pasaron, aunque muchos en su momento quisieron llevarles la corona
incluso a la tumba, lugar al que acudieron en la flor de la juventud.
Ya en este blog he hablado del duque de Reichstadt, un desafortunado joven que cobró fama gracias a su invencible padre
y que en la lista de los napoleones
ocupó el segundo puesto sin haber gobernado jamás. Pero de su sobrino, otro Napoleón, que llegó a ser conocido como
Napoleón IV, fuera Francia se sabe poco.
Cuando Luis Napoleón, hijo al parecer solamente
putativo de otro Luis, hermano del gran emperador, logró llegar al trono de
Francia como Napoleón III, pensó rápidamente en hacerse de una adecuada esposa
para tener un heredero y lograr lo que su poderoso tío no pudo: crear una
dinastía que gobernara por siglos.
El problema era que a él no le tenían miedo los
demás monarcas de Europa. A su tío le habrían dado a cualquier princesa para
mantenerlo quieto, y no pedía por la buena, sino con disfrazadas amenazas. Pero a él, que pidió cortésmente, ninguna princesa quiso desposarlo. Al contrario, se
burlaron de él. No era, como se decía entonces, de sangre real, ya era más que
cuarentón y la guapura no era lo suyo.
Pero necesitaba una esposa, porque a pesar de
ser un mujeriego incurable, y de tener su equipo de bastardos, para dejarle la
corona necesitaba un hijo legitimo. No habiendo princesa disponible, se decidió
por una condesa española, Eugenia de Montijo, muy bella y muy culta, que venía
a ser el mejor partido que el Bonaparte podía hallar.
A principios de 1856 Eugenia parió al que sería
su único hijo, Napoleón Eugenio. Con un doloroso parto de veinticuatro horas, no
le quedaron ganas ni de volver a admitir en su cama a su marido por miedo a
volver a embarazarse. Napoleón III, por su parte, estaba feliz con el
acontecimiento. Eugenia le había dado un niño que sería joven justo cuando él
ya fuera un anciano a medio camino entre los setenta y los ochenta. Su hijo no
tendría que ser un principito heredero sesentón como el actual Carlos de Gales.
Pero la cosa en algún momento de ese idílico
proyecto se truncó. A principios de la década de los 60s de ese siglo, el
diecinueve, Eugenia convenció a su esposo de que invadiera México, porque ella,
española, quería conquistar para luego rehabilitar a un país al que la unían
lazos culturales.
Napoleón, que quería contentarla por tantas
infidelidades que ella no ignoraba, le dio gusto. Total, nada malo podría
pasar. México era un país destrozado por las revoluciones y no tenía, al
parecer, un ejército capaz de entretener por media hora al de Francia.
La cosa empezó mal desde el principio, el 5 de
mayo de 1862, aniversario luctuoso nada menos que de Napoleón I, el ejército
mexicano derrotó al francés a las afueras de la ciudad de Puebla. El
acontecimiento era increíble, pero cierto. Allí empezaron las noches sin dormir
de Napoleón III, que se veía impotente estando tan lejos de los campos de
batalla.
El presidente mexicano, un indio llamado Juárez
que de tonto no tenía un pelo, disolvió su ejército sabiendo que en las
batallas a campo abierto pronto lo vencerían, pero que en la guerra de
guerrillas tenía más posibilidades de ganar. Y así fue, gracias a esa
desgastante estrategia y a la ayuda con armas de los Estados Unidos, el ejército
francés se vio obligado a retirarse de México, y Juárez, que no perdonaba una
ofensa, se dio el lujo de fusilar a Maximiliano I de Habsburgo, el príncipe
europeo que había enviado Napoleón III para que gobernara México.
Al volver el ejército francés a Europa sin
laureles, Otto von Bismarck, el canciller de Prusia, supo qué tan débil era
realmente Napoleón III. Ansioso de fundar un imperio alemán a costa de la
derrota de Francia, buscó y halló la guerra que le serviría para lograr sus propósitos.
Napoleón, entonces ya un viejo enfermizo, hizo
cuanto pudo para conservar su imperio. Llevó a su hijo de catorce años a los
campos de batalla, e incluso lo dejó participar en los combates para infundir
valor a los soldados, pero nada de eso sirvió. Francia fue humillada y derrotada
muy rápidamente, y más rápidamente los franceses desconocieron a su Emperador,
quien murió en el exilio, en Inglaterra.
El joven Napoleón Eugenio, proclamado por sus
partidarios como Napoleón IV, quiso ganar fama de buen militar como se esperaba
en un miembro de su probable familia. Se enroló en el ejército británico, el
peor enemigo de su tío abuelo, y con la espada de éste en la cintura partió
hacia África, donde lo mataron unos salvajes llamados zulúes, en 1879, cuando
apenas era un joven de veintitrés años.
No es Napoleón IV tan recordado como su tío
Napoleón II, a pesar de las similitudes, porque su padre no fue ni de lejos un
genio como el primero de los napoleones, aquél que tenía a Europa aterrorizada
mientras vivió. La fama de los padres a veces es crucial para la fama de los
hijos.