Napoleón se casó con su amadísima Josefina
siendo muy joven y un tanto ingenuo en el amor, característica que conservó con
los años. Todavía no era emperador, ni
siquiera militar famoso. Había llegado a general con apenas veintitrés años,
pero gracias a la Revolución
que exigía oficiales capaces aunque fueran de la plebe debido a que los aristócratas
ya los habían guillotinado.
Josefina se lo pensó mucho antes de darle el sí
definitivo al generalito que no le gustaba nada físicamente, que era torpemente
romántico, de pene pequeño (por si a ella le importaba el tamaño) y con
porvenir muy dudoso. Pero finalmente se decidió porque, fuera como fuera, era
un general y ella ya estaba madurando, su belleza pronto acabaría y entonces ya
no habría siquiera un cabo corneta dispuesto a desposarla.
Nunca imaginó que aquel general aparentemente
insignificante la llevaría al trono de Francia. Pero lo hizo. Y lo hizo porque
la amaba con locura. Estaba entorpecido de amor y de pasión por ella y no
deseaba más que hacerla feliz. Ella pensaba de manera diferente. Mientras él se
batía como león en los campos de batalla, aprovechaba sus ausencias para
hacerlo crecer con veinte centímetros de cuernos.
Pero Napoleón la perdonaba siempre. La amaba. Pero
cuando llegó a emperador, le dio por amarse más a sí mismo. Entonces pensó en
que, para que su grandeza fuera eterna, necesitaba un hijo. Josefina no se lo
había dado, pero le atribuía el problema a él debido a que ella tenía dos hijos
de su primer esposo. Napoleón sabía que eso era lógico y aceptaba su
esterilidad. Josefina, que tonta no era, le ocultaba un accidente en el que se
había golpeado fuertemente el vientre.
Mas todo cambió cuando la amante polaca del
Emperador, María Walewska, quedó embarazada. Entonces Napoleón supo que él no
era estéril y que podía conseguir un hijo legítimo que incluso fuera medio aristócrata.
Para ello necesitaba divorciarse de Josefina, y lo hizo con las sencillas
palabras: “Aún te amo, pero en política el amor no cuenta”.
Después se puso a analizar el mercado de
princesas. Los monarcas de Europa le tenían pavor, ya los había vencido
demasiadas veces y no le costaba nada incluso destronarlos para colocar a uno
de sus hermanos en el trono que se le antojara, como era su costumbre.
Le echó el ojo a la hermana del zar Alejandro I de Rusia, casi una niña y él ya era un cuarentón. El Zar no dijo que no, pero
tampoco que sí, con la esperanza de que Napoleón pusiera sus ojos en otra
parte. Y lo hizo. Más aristocráticos que los Romanov eran los Habsburgo. Y el
emperador Francisco I tenía una hija apenas unos años mayor que la hermana del
Zar que se ajustaba perfectamente a los deseos de Napoleón.
Para el emperador de Austria aquello era
terrible. Darle a su hija, una archiduquesa, a un general corso aristocratizado
por la vía de las armas y al que odiaba profundamente era algo inconcebible. Jamás
se había visto tal cosa. Pero Austria estaba muy cerca de Francia, los ejércitos
franceses podían llegar allí en cuestión de días, ¿qué podía hacer?
Por otro lado, ser el suegro del hombre más
poderoso del mundo significaba, así lo creía Francisco, la paz con él. María
Luisa, la archiduquesa, lloró y lloró. No quería ser la esposa de Napoleón. Pero,
aristócrata como era, sabedora de que las princesas eran para esos fines, aceptó
por fin su destino. Cuando llegó a Francia contrastó enormemente con su esposo.
Él apenas le llegaba al cuello y la diferencia de edades era notable.
Pero se encariñó con su puesto de emperatriz,
Napoleón era bueno con ella. Lo consideró buen amante (no había conocido otros,
pero lo haría), y al poco tiempo se declaró profundamente enamorada del
Emperador y completamente feliz. Pero su esposo era más adicto a la guerra que
a cualquier otra cosa. Y la guerra terminó por destruirlo, entonces ella no dudó
mucho en volver con su padre. Conoció a un militar alto, tuerto, fanfarrón, y
se convirtió en su amante. Adam von Neipperg no era un genio para la guerra como Napoleón,
pero sí mejor amante y eso a la archiduquesa le bastaba.
Se olvidó por completo de Napoleón. La aterrorizaba
la idea de tener que ir junto a él a la isla de Elba. Y cuando murió dijo, contradiciéndose
a sí misma, que jamás lo había amado. En eso fue bien correspondida. Napoleón
tampoco la amó. Desde que se fijó en ella dejó bien claro que lo que él quería
era un vientre adecuado para que pariera a su hijo. A la que realmente amó el
Emperador hasta el día de su muerte fue a Josefina, aquélla que, para su
desgracia, tampoco lo amó a él.
Enhorabuena por tu publicación: interesante y con gancho para los lectores desde el principìo. Ayer leí el capítulo dedicado a María Walewska del libro Historia de las historias de amor, de Carlos Fisas (genial!). Buscando más información, he llegado a tu blog. Me ha gustado mucho. Continuaré leyéndote. ¡Feliz año!
ResponderEliminarMuchas gracias. Igualmente, ¡Feliz año!
ResponderEliminarMe podría explicar como se conocieron es para un trabajo
ResponderEliminarPerdón pero la foto no es de Maria Luisa, si de Maria Laopoldina la imperatriz de Brasil
ResponderEliminar